Al abrir el sobre, encontré un regalo muy inusual.
No, no era dinero, ni una tarjeta de regalo, ni un billete al país de mis sueños.
Era un folleto de una residencia de ancianos.
Lo leí con incredulidad, incapaz de aceptar que aquello no fuera una pesadilla.
Mi hija pensó sinceramente que era un regalo maravilloso; sonrió con cariño y observó mi reacción.
Empezó a hablar de que allí nunca me aburriría, que haría nuevos amigos y descubriría nuevas aficiones.
Pero su voz me sonaba distante, como un eco lejano.
Solo asentí. No tenía fuerzas para decir nada; se me hizo un nudo en la garganta.
Esa noche, no salí de mi habitación.
Me sentí tan herida y desconsolada que no pude contener las lágrimas.
¿Cómo pudo mi querida hija hacer algo así?
En ese momento, solo tenía 46 años.
Apenas empezaba a sentir una sensación de libertad y a hacer planes para mi vida; por fin podía pensar en mí misma.
Y, sin embargo, mi hija ya había decidido que mi vida se acercaba a su fin.
Pasé toda la noche pensando, sin saber qué hacer.
Por la mañana, decidí enviarle un mensaje a mi hija.
No quería discutir ni guardar rencor; solo necesitaba aclarar algo.
Cariño, aún tengo tantos planes, tantos momentos que quiero vivir…
El mejor regalo que puedes darme es tener fe en mí, no prepararme para el final.
Quince minutos después, alguien llamó a la puerta.
Era mi hija, con los ojos llenos de lágrimas.
Corrió a mis brazos y susurró:
Perdóname, mamá, por favor.
Tenía buenas intenciones: solo quería que estuvieras a salvo y cuidada.
Pero olvidé que aún eres muy joven y que sabes lo que necesitas mejor que nadie.
Quería protegerte… encerrándote en una jaula.
Pero aún tienes alas, y aún te queda mucho por volar.
En ese momento, todo mi resentimiento se desvaneció.
Me di cuenta de que no intentaba deshacerse de mí.
Intentaba mostrarme amor y cariño, pero no me había preguntado qué necesitaba .
Ese día hablamos largo y tendido sobre la vida y cómo evitar estos malentendidos en el futuro.
Ella comprendió que lo que necesitaba era apoyo emocional, no protección física.
Amo mi libertad, mi fuerza; y después de todo, 46 años no es viejo.
Desde entonces, nuestra relación ha cambiado por completo.
Mi hija me ve con otros ojos y me respeta por ser valiente e independiente.
Y por fin me siento verdaderamente feliz y viva, algo que había extrañado durante tanto tiempo.